Sobre la Culpa

 Cuando la culpa se vuelve una voz interna que juzga sin tregua, puede llegar a consumirnos por dentro. Es esa culpa que no deja respirar, que paraliza y nos encierra en un círculo de autodestrucción. Una especie de juez íntimo que no perdona ni olvida.

Pero también hay otra culpa. Una que, sin destruirnos, nos hace detenernos. Nos incomoda porque nos muestra que actuamos en contra de lo que creemos. Esa culpa puede ser fecunda. No nos atrapa en el pasado, sino que nos señala caminos posibles hacia adelante: reparar, cambiar, crecer.

A veces, el problema no es sentir culpa, sino no poder hacer nada con ella. Cuando se vuelve puro peso, puro castigo, sin horizonte. En ciertos casos, se puede transformar en un dolor que no mira al daño hecho, sino a la imagen dañada que tenemos de nosotros mismos. Esa forma de la culpa nos deja girando en torno al yo, sin salida.

Por eso, cuando alguien está atrapado en una tristeza profunda, cuesta verlo disponible para el mundo. No es egoísmo. Es que la culpa mal elaborada puede encerrarnos en una tormenta silenciosa. Y como toda tormenta, necesita ser escuchada para empezar a calmarse.

La culpa, en su mejor versión, nos ayuda a vivir con otros. A no pasar por encima sin darnos cuenta. A reconocer que errar no nos quita humanidad: la confirma.